15 de febrer del 2009

Henry Miller, "Trópico de capricornio"

Había en mí un hombre que había muerto y lo único que quedaban eran sus recuerdos; había otro hombre que estaba vivo y aquel hombre debía ser yo, yo mismo, pero estaba vivo sólo como lo está un árbol, o una roca, o un animal de campo. Así como la ciudad misma se había convertido en una enorme tumba en que los hombres luchaban por ganarse una muerte decente, así también mi propia vida llegó a parecerse a una tumba que iba construyendo con mi propia muerte. Iba caminando por un bosque de piedra cuyo centro era el caos, bailaba o bebía hasta atontarme, o hacía el amor, o ayudaba a alguien, o planeaba una nueva vida, pero todo era caos, todo piedra, y todo irremediable y desconcertante. Hasta el momento en que encontrara una fuerza suficientemente grande como para sacarme como un torbellino de aquel demencial bosque de piedra, ninguna vida sería posible para mí ni podría escribirse una sola página que tuviera sentido. Quizás, al leer esto, persista aún la impresión del caos, pero está escrito desde un centro vivo y lo caótico es meramente periférico, los retazos tangenciales, por así decir, de un mundo que ya no me afecta. Hace sólo unos meses me encontraba en las calles de Nueva York mirando a mi alrededor, como había hecho hace años; una vez más me vi estudiando la arquitectura, estudiando los detalles minúsculos que sólo capta el ojo dislocado, pero esta vez era como si hubieses llegado de Marte. ¿Qué raza de hombres es ésta?, me pregunté. ¿Qué significa? Y no había recuerdo del sufrimiento ni de la vida que se extinguió en el arroyo; sólo estaba observando un mundo extraño e incomprensible, un mundo tan alejado de mí, que tenía la sensación de pertenecer a otro planeta.